¿Qué piensa el lector cuando lee?

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Escrito por Sheila Barón Rubio.

Hace unos días terminé de leer El viejo y el mar de Ernest Hemingway. Mi madre me preguntó de qué trataba y entonces yo pensé que, simplemente, hablaba de una jornada de pesca de un anciano. Y era verdad. Simple y llanamente era eso. No sé si lo han leído pero, siendo asépticos, el libro cuenta la historia de una jornada de pesca. No obstante, el autor habla también de cómo un hombre mide sus fuerzas, se pone a prueba, lucha y, finalmente, cuando se cree que ha perdido, vence. 

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  Si parafraseamos el más famoso microrrelato de Monterroso, éste dice algo así como que cuando se despertó, vio que el dinosaurio todavía estaba allí. Quizás Monterroso sabía perfectamente de dónde había salido aquel extinto animal y, lo que es mejor, por qué estaba allí. Quizás no dedicó ni un minuto a pensarlo. Fuera como fuese, prefirió que los lectores creasen su propia historia concentrando en apenas una frase las tres partes fundamentales del cuento sin llegar a escribirlas como tal. Los más realistas pensarán que el dinosaurio sería una imagen impresa en un cartel. Los más soñadores, que el dinosaurio, que había entrado a través de la lavadora, estaba esperando al niño a la cabecera de la cama.

Los escritores escriben textos que nosotros entendemos a nuestro parecer y eso es lo más extraordinario. El “verde que te quiero verde” de García Lorca puede tener tantas versiones como tonos puede tener ese color. Eso es lo maravilloso de la literatura, de la poesía y, por extensión, de otras artes como la pintura o la música, y es la inexactitud y la imprecisión de ser bueno y malo al mismo tiempo, cercano y distante, rápido y lento, oscuro y claro.

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 Decía Umberto Eco que la recepción del lector es fundamental para poder entender la obra porque sólo tendremos una percepción holística de la misma una vez que hemos sumado nuestra aportación a lo que el autor quería decir. Se da por hecho, entonces, que la obra sin ser leída no es obra, lo cual no deja de ser un campo muy peligroso en el terreno de la literatura y de la filología en general, puesto que aún quedan muchos textos por leer y por estudiar que ya cuentan cosas y porque, además, muchas obras nunca publicadas y nunca leídas quizás fueran, si vieran la luz, parte del canon. Pero estas obras sí que han tenido un lector: su propio autor. 
 
Y es que es muy curioso cómo los autores leen sus obras. Hay algunos que no pueden leerlas pasado el tiempo, que no se reconocen en lo que escribieron, que se vuelven mitómanos de sus propios personajes, que odian lo que han escrito… y otros que no pueden parar de reescribir lo que han escrito ya, como si fuera siempre una obra imperfecta y sin terminar, como si nunca se llegara a culminar una obra con totalidad. Por ejemplo, Juan Ramón Jiménez, un poeta esencial de nuestra lengua, es un buen ejemplo de autor que no acababa nunca de ver con claridad que había terminado un poema, como el pintor que siempre puede dar otra pincelada.

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 La pregunta es si las obras no tienen fin y si pueden guardar un mensaje en sí mismas sin que nadie lo descifre. Quizás un poema no puede terminarse realmente, y tan sólo le ponemos un final porque no sabemos cómo seguir. Cuántas veces hemos visto una película cuyo final habríamos cambiado, que se nos ha hecho muy corta o que habríamos acabado hacía treinta minutos. Esto también forma parte de nuestra recepción de la obra y de la manera inconclusa en que creamos el arte. El viejo y el mar es sólo un sistema de pesca o la mejor manera de ver cómo un hombre se vence. El verde es un color o un poema irrepetible. El lector es solamente alguien pasivo o, quizás, sea alguien que pueda cambiarlo todo, como hacía constantemente Juan Ramón Jiménez. Una vez más, sólo hay imprecisión e inexactitud. 

Escrito por Sheila Barón Rubio. 

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